El tiempo a nuestro lado es un ente silencioso, pero ausente; cotidiano a la vez, y misterioso, cada persona marca el curso, depende de la velocidad en la que uno se está moviendo y el peso que la gravedad ejerce. Se sabe de buena tinta que el tiempo es algo que fluye, las cosas cambian, los hechos suceden, todo es versátil, es un recurso no renovable.
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El rigor de Bauman para referir las relaciones humanas nos enrostra con la descripción de la persona que nuestros antecesores inculcaban repudiar, por contraste, nos invitaban a aprender y practicar el valor de la transparencia y la seriedad de los compromisos, pero sucede que desde un tiempo a esta parte y mirando que es tan común el despojarse de los acuerdos, ya casi no asombra la disposición masiva y pandémica –permítanme el término de moda– de acelerarlo todo para estrenar continuamente emociones y placeres, usando a las personas como objetos descartables, esgrimiendo argumentos egocéntricos que excluyen al otro o le recuerdan con cinismo ciertas “reglas” que convinieron, las cuales suele ocurrir, quizá las pasaron por alto como a la letra diminuta de las cláusulas de los contratos de adhesión, que no se leen por la alegría de adquirir el compromiso.
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