Aun cuando el telón de fondo es el mismo, cada historia de ruptura amorosa es singular, se razona y cada persona se hace cargo. El pragmatismo de quienes dan valor al tiempo y dinero “perdidos con esa persona” está presente en las narrativas más frecuentes; el dolor es lo insoportable en quienes demandan ayuda para lograr sobrevivir, y en algunos más, la amargura es lo que predomina. Pero en todos y todas queda resonando en la densidad de los siguientes días, la memoria de unos gestos que laceran la piel, las palabras filosas que se clavan en el corazón y las miradas duras que trizan los huesos, propias de la performática cultural de la separación, áspera, en la que se arreglan las cuentas y señalan responsabilidades.
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El odio es un veneno que se consume para que otro se muera, dice la sabiduría popular, haciendo referencia a esa absurda actitud de lanzarse de cabeza a un remolino de ideas que intoxican los sentimientos y determinan actuaciones que al final resultan lamentables. Algo similar sucede a las personas que dedican tiempo y esfuerzos a buscar indicios respecto de las cosas que hace su pareja y terminan propiciando un tiro en el pie cuando “encuentran” lo que nunca hubieran querido ver. Hay veces que la “comprobación” de sus sospechas no es otra cosa que una correlación ilusoria, error de juicio propio del pensamiento angustiado que hace que se establezca una relación entre dos asuntos totalmente ajenos el uno al otro.
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