En el mundo del marketing la permanente innovación es conocida, la dupla para que florezca un negocio, son comunes los casos en que ambos elementos tienen calidades distintas que desalientan o incluso enojan al consumidor que se siente engañado por una presentación atractiva y un contenido malo, o, al contrario, aunque el contenido sea excelente, la mala presentación hace muy difícil su inserción en el gusto del consumidor.
Extrapolando esta ecuación a la vida diaria de las personas, encontramos que el mundo posmoderno, sus exigencias de éxito y felicidad absoluta, ha “mercantilizado” a las personas y ha puesto de cabeza varias costumbres y creencias relativas al sentido de igualdad y al espíritu de colectivismo que parecía resurgir tras catastróficas guerras mundiales, hambrunas, turbulencias políticas e incluso la pandemia que estamos dejando atrás. Las pautas que se están asignando son la individualidad, el consumismo y la autoagencia, las cuales es muy difícil deshacerse aun cuando las tengamos pensadas como ajenas a nuestro ser.
El poder persuasivo de los medios masivos de comunicación que representan intereses corporativos y el poder sugestivo que se esconde detrás del display se juntan en una fuerza gravitatoria que dicta la norma de calidad a la que debe ajustarse el envase personal restando importancia al contenido.
En el proceso de llegar a “ser”, las costumbres y la ley en cuanto constructos sociales, eran ontogenia indiscutible, hasta que llega el momento en que los grupos o las comunidades son cuestionadas y se las empuja un lado para que den paso al individualismo del mundo virtual en donde tenemos que construirnos, exponernos y ofertarnos.
Persiste de hecho la influencia social que moldea nuestras expresiones en el “mercado global”, una persona a través del internet y el uso de las TIC puede tramitar sus relaciones de la manera que más conveniente le resulte, no son grupos definidos que encarar, sino likes, retweet etiquetados, arrobados, seguidores, etc. que demuestran que tenemos vida social. Estamos bajo una presión etérea, aunque no inocua, a mostrar “la mejor versión” de cada quien y hemos dejado atrás la urgencia de la moda para rendirnos a la necesidad angustiante del filtro y la edición posponiendo el contenido.
Van en retroceso valores como la solidaridad y la empatía pues ¿quién las necesita? en un mundo de personas exitosas y autosuficientes que por su propia musculatura emocional han llegado a las cumbres, muestran sus posesiones y exhiben sus logros. Las tristezas y las debilidades que no se pueden apañar con el filtro, son autocensuradas pues nadie quiere saber de “perdedores”, nadie compra desagrados, ni imperfecciones.
Las humanas incertezas, el miedo, la soledad, la necesidad de amor han sido desterradas del mundo transparente y positivo, con la fugacidad y fragilidad que supone la virtualización en las relaciones. Al menos aún hay refugios en los cuales el abrazo y la palabra mirando a los ojos nos devuelven la fe en lo humano ¿lo crees así? ¿cambiarías un chat por una charla, compartir una copa?