Existe mucha distancia entre lo que uno dice y lo que hace, el mundo está construido con creencias: unas reflejan en forma más o menos acertada la realidad, otras, por ser propias de la ignorancia, distorsionan el modo de entender las cosas determinando conductas que resultan inadecuadas o ineficaces, acompañadas además de lecturas emocionales intensas que provocan malestares y retroalimentaciones perjudiciales como es el caso en los estereotipos sexogenéricos y su posterior confirmación en las profecías autocumplidoras.
En el ámbito de la sexualidad hay muchas creencias míticas respecto de los que somos y sentimos mujeres/hombres. Estas creencias forman categorías con aderezos morales que por supuesto, fueron transmitidos vertical-horizontalmente, de una generación a otra y entre pares, en ambos casos con un cerrojo de miedo-vergüenza que impide el libre examen de las cosas.
Las creencias masculinas acerca de lo sexual y lo erótico han sido esquematizadas en condensados míticos que, si se discuten reconociendo su carácter errado, no se corrigen de inmediato por el peso emocional que soportaría el hombre al asumirse lejos del estereotipo construido bajo la premisa narcisista de amplio poder y eficiencia sexual.
El modelo masculino que predomina se inclina más a lo sexual genital que a lo erótico, es ingenuamente falocéntrico, enlazando ideológicas machistas designadas a regir en el placer, desconociendo las necesidades de las parejas, profiriendo una serie de mitos como la pérdida de sensibilidad y menor calidad del orgasmo al utilizar un condón y no eyacular dentro de otra persona, aseveración que no contempla la responsabilidad que se debe asumir frente a la posibilidad de un embarazo, un contagio infeccioso, priorizando o encubriendo, el deseo arcaico de colonizar otro cuerpo.
Un embuste que busca la aquiescencia de la pareja es sin duda los mitos que hablan de la irrefrenable urgencia masculina de descarga orgásmica para evitar sufrir cruentos dolores testiculares, la delirante idea de la posibilidad ajena a la edad, de tener una sucesión de coitos, desconociendo la fisiológica- fase de detumescencia- y el tiempo refractario que suele ir aumentando con el paso de los años.
En consecuencia, la autoestima sexual del varón se asienta en las creencias de que la virilidad tiene directa relación con el tamaño del pene, la frecuencia del impulso sexual, la duración del coito y la cantidad de semen que eyacula; ideas alimentadas también por la pornografía. Conlleva a la necesidad inconsciente del varón de tener poder y eficiencia sexual, que tardíamente choca con la realidad de las menores posibilidades genitales de experimentar placer en comparación con la mujer.
El vinculado mítico falocéntrico de la sexualidad masculina tiende hacer de las fantasías excitantes un fantasma que acecha y causa disforia en el macho que construyó ecuaciones disfuncionales equiparando capacidad de beber, pelear y tener sexo como una carta de presentación viril, de espaldas a otras posibilidades no genitales y eróticas consideradas pasivas o de menor categoría. Ante las “fallas” en el desempeño, la virilidad latente hace que el hombre se hunda en un pozo de dudas angustiosas que socavan la autoestima sexual acortando el protagonismo exclusivo en juego sexual y el peso de la creencia de su responsabilidad singular por el placer en la pareja, llegando a la evasión y rompimiento de la relación cuando no se siente totalmente adecuado.
Muchos tienen que salir del falocentrismo sexual erótico y recorrer otros caminos reconociendo la alteridad de la pareja, asumiendo con sentido crítico, emancipado la fisiología, animando el juego que puedan crear con sus cuerpos al margen de los artificios culturales del “deber ser”.
Si o si, las creencias y las percepciones causan emociones que determinan las conductas, con sinceridad y respeto mutuo se logrará deconstruir para romper los mandatos de los mitos disipando la angustia de ser uno mismo.