A priori, las separaciones son menos crueles en las parejas cuyo compromiso no fue de tipo conyugal que en aquellas que los contrayentes pusieron en la mesa todas las fichas, apostando a un proyecto romántico de vida en el cual iban a trascender de su singularidad a fundar una familia y prolongar su descendencia. Trayecto en el cual hubieron de invertir su tiempo vital y dinero para fomentar un patrimonio.
En las dos personas que hoy optan por recorrer distintos caminos, habrá un sentimiento de pérdida como sombra omnipresente en todas las dimensiones concretas del emparejamiento (tiempo, recursos, dinero, bienes, trabajos, etc.) y un flujo de emociones que varían su intensidad y duración según se desenvuelvan los capítulos de la separación.
El paradójico último encuentro como pareja, debería ser un proceso de separación consciente en el cual se suscriban las cláusulas de dignidad, respeto y generosidad que serán el sustento psicológico para crecer en la aparente adversidad de la pérdida, pero como humanos que somos, elegimos la explosión emocional como sinónimo de negación y a la vez manifestación de un poder que pretende sujetar lo que es ya inasible. Lo que ayer en función del enamoramiento y el auge del amor erótico fusionaba a las dos personas, ahora, con el desencanto y la inminente separación, se ha diluido, visibilizando los indicios de la desigualdad que impera en el discurso rencoroso y en la actitud combativa del que se asume abandonadx.
El marcar las diferencias conduce rápidamente a la exclusión moral del otro bajo un doble estándar de moralidad que se aplica en la pareja que se separa: unos valores corresponden a ser hombre, esposo, padre y otros distintos a mujer, esposa y madre, son dos universos totalmente disímiles en cuanto a las responsabilidades históricas de lo que fueron en la pareja y derechos que deben asumir por ellos y por los hijos. Por allí, por el terreno de la desigualdad se decanta el conflicto y también la ansiedad moral que pone a dudar entre la decisión de separarse librando una batalla o allanarse a seguir en esa pacífica vida gris.
Quien recibe la noticia de la separación se instala de inmediato el mal sabor de la frustración que desata la tormenta emocional en la cual la ira y el dolor son esenciales. La ira enceguece y no permite ver que el desamor es irremediable, ha teñido toda la relación, muchas veces tuerce el razonamiento asumiendo que el otre, ha tomado una posición errática por falta de madurez o una mala influencia externa, pero con la presión adecuada (acceso al dinero, al patrimonio, a los bienes, inducción de culpa, etc.) volverá a la fusión en el amor.
La ira y el dolor se combinan para advertir el escenario caótico de sufrimiento en que quedará sumido quien es abandonadx, del cual el que abandona es responsable, y por cierto, la ira y la amargura se fusionan con la mezquindad complicando la parte material de la separación cuando hay patrimonio y obligaciones con los hijos.
Quien decide separarse, siente culpa y vergüenza porque se atrevió a contrariar un mandado irrevocable en el imaginario social, sufre malestar porque le impactan los mensajes de extorsión emocional respecto del bienestar de los otros sobre todo en una cultura colectivista como la latinoamericana y en la contienda por los bienes/patrimonio, también experimentará ira.
Las batallas emocionales de la separación se libran en un pantano de fangosa autoestima lastimada y de miedo, que hace muy difícil salir hacia el sendero del diálogo empático, tolerante y constructivo, es un suelo pegajoso que mantiene a las personas fijas, crispadas en la dinámica de ataques, revanchas, y son el contexto beligerante en el que solo caben las ideas de retaliación y no las de justicia.
De lo vivido aprendemos, y tras decidir se podría reflexionar ¿Necesito separarme, quiero y puedo hacerlo? Solo así se pulsará el botón off, y se saldrá de la inercia.