Sin ánimo de criticar el gusto de la gente que sabe de moda, esta prenda utilizada en culturas antiguas, expandida entre las damas feudales y las cortesanas de la edad media, con auge en la época victoriana de la Europa del norte, tuvo un renacer en los años noventa del siglo pasado en la moda urbana que levantó fuertes emociones estéticas, y alguna vez también usado por hombres. El corset en la mujer, es un símbolo ambivalente de sensualidad y de dominación, es un artificio tan rígido como la normatividad sobre los cuerpos sexuados.
El corset supone el embellecimiento del cuerpo de la mujer estrechando al máximo la cintura al tiempo que resalta las caderas y eleva los senos, siguiendo por supuesto un ideal masculino de lo que se cree resultará atractivo con un sentido voluptuoso.
La silueta de la mujer encorsetada se ajusta al criterio arcaico del inconsciente masculino que las anchas caderas y la cintura estrecha son el sinónimo de capacidad de reproducir vida y otorgar generoso placer sexual al hombre, hábilmente disimulado en el criterio de belleza del 90-60-90 que exige a las jóvenes, es causa angustia en aquellas mujeres que no logran alterar su genotipo para cumplir la marca y de la tristeza de las que con el paso del tiempo abandonan de a poco ese preciado estándar; y es así que todavía los concursos de belleza tienen un espacio reservado para que los cuerpos en ropa de baño, sean examinados en alta pasarela por un jurado que representa el más rancio patriarcalismo.
El corset no deja de recordar los cilicios medievales que punzando la carne débil y pecadora elevaban al cielo el espíritu purificado. Nuestras antecesoras, del mundo occidental, no eligieron usar corset, no fue su voluntad y gusto, ellas atormentaban su carne para el disfrute visual e imaginario de los hombres porque la estética de la mujer ha estado por mucho tiempo permeada monopólicamente por los intereses masculinos que buscan normar y colocar nuestros cuerpos y posturas dentro de sus parámetros de moral, de lo que ellos han creído que es belleza y también de sus apetencias lúbricas, pese a que el mundo ha estallado en infinitas morfologías humanas y estéticas, aún hay una crítica sarcástica, hasta sospecha de patología en las mujeres de cuerpos disidentes sean delgadas o en sobrepeso, de ahí que el mercado nos inunda de ofertas de gimnasio, dietas-fitness.
Fueron nuestras tatarabuelas sufragistas las que provocaron sin saberlo que la vestidura victoriana quede en el ropero sin oportunidad de redención, ellas lograron que tengamos más derechos y la secuela imprevista fue, que para ejercerlos había que salir de la casa y moverse con agilidad para votar, para trabajar, para ir a clases: adiós al corset y a las faldas con crinolina.
Es así que nos liberamos del corset de varillas patriarcales para modelar nuestra figura, pero aceptamos el corset que elegimos para gustarnos ante un espejo libremente, para estar al corriente y sentir que provocamos sensaciones profundas, que podemos ser nosotras mismas y transgredir con el encaje, la seda lo que antes estaba tapado por el pudor eclesial.
Hemos pasado de ser objeto de apetitos y fantasías a ser sujetos que causamos, que quebrantamos los discursos con la tela y los tacones, ahora somos libres de combinar mini falda y botas militares, cuero tachonado de metal con seda, en fin, podemos vestir como pensamos: libres, distintas, suscitadoras, trasgresoras.
Ahora que podemos elegir libremente como vestir, también optamos por no adherirnos a un dogma establecido, a asumir una mentalidad libre, capaz de discernir por sí mismas lo falso de lo verdadero, lo político de lo social, y liberarnos de la triple sujeción: de ignorancia, de productora y de mujer florero.
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