El leitmotiv es la mente esclavizada por la ignorancia en el argumento de The Matrix, originario de la alegoría de Platón -el mito de la caverna- que lo utilizó para que sus seguidores varios siglos antes de nuestra era, entiendan que vivimos en un mundo de apariencias compuesto por imágenes y narrativas culturales con una lógica funcional a los intereses de un poder.
El vivir encadenado en la roca con los ojos fijos en las imágenes proyectadas en la pared o conectado el cerebro a la máquina incubadora, muestra la esclavitud a las falsas percepciones, viviendo en una comodidad tan perentoria y superficial, como intrascendente. Si por esfuerzo propio o con una guía logramos salir de esa inmovilidad, podremos ver la realidad, experiencia que, no solo asombrosa sino es fuente de una inmensa angustia al ubicarnos ante a su carácter inescrutable y ajeno a nuestra posibilidad de administrarla para beneficio propio.
Los sentimientos de amor erótico hacia otra persona, también pueden ser sujeto de error cuando no hemos aprendido a discriminar entre las sensaciones propias y las propuestas culturales de lo que debe ser ese sentimiento, cuando no discriminamos entre los esquemas míticos a los cuales la fuerza de la creencia nos empuja ajustarnos y la realidad del dinamismo casi aleatorio del amor.
Amor = dolor es la ecuación propuesta por siglos de socialización que instituyen un modelo de relación donde vemos como un destino y fin la posesión del otro, la fusión en el otro, en la que siempre hay un juego de poderes para consolidar nuestra posición en la pareja. Ese es el artificio romántico tradicional para mantenernos a salvo de la angustia de la pérdida.
Es el relato que vemos en las historias proyectadas, pero en la vida real, es el escenario donde las variables infinitas de los caracteres humanos -o las circunstancias biográficas de cada quien- adosados a esa ecuación falaz, siempre nos llevan al desencanto con un “amor” del cual salimos lastimados, echando culpas o asegurando que la contraparte “no aprendió” a amar.
Pretendemos en los momentos de zozobra asir al otro con la misma mano que lo acariciamos y desplegamos un repertorio de estrategias que se decantan ya sea en la dependencia humillante o en la violencia psicológica que induce culpas o pretende embargar al otro con deudas impagables. Quizá el permanecer en la caverna o en la matriz, atrofia los ojos y no permite ver en la claridad. No podemos apreciar que el amor necesita tanto de libertad como de reciprocidad y que la más cálida pasión se envenena con posesión y egocentrismo.
El sentimiento nace del contacto entre las personas independiente de la voluntad, pero condicionado y determinado por una interacción recíproca donde la mirada, la imaginación y el deseo se anticipan a la fascinación del enamoramiento. ¿Estamos seguros siempre de que es amor lo que estamos sintiendo? ¿o se trata de alguna otra afección del ánimo que pretende llenar un vacío? ¿Cuál es el papel de nuestra imaginación en el retrato vivo que nos hacemos del otro? ¿No somos acaso nosotros mismos los que echamos a perder la relación pretendiendo que el otro se ajuste a nuestra expectativa fantástica?
Enamorarse no es un fenómeno que fluya libre, tiene su lógica y su limitación relativa a las distintas realidades de las personas, por eso nos enamoramos solo de unas cuantas, y no de todas aquellas personas con las que estamos en permanente compañía, pero en los tiempos que corren llamamos con fingimiento “amor” incluso a experiencias meramente sexuales para no desairar a la otra persona.
Es inagotable el tema del amor en pareja por la infinita variabilidad que sobrepasa los esquemas culturales y suscita muchas inquietudes, pero está bien empezar por revelar la posesión y la dependencia, como dos potentes enemigos que socaban los afectos, y enaltecer la obligatoriedad de una comunicación constante, con emisión de un flujo de señales que disipen la angustia de perder al ser amado.