“…a los quince años ya me hice de él…” narra una mujer condicionando la pertenencia al hombre tras su debut sexual, haya sido o no, su pareja más tarde. Ese dicho que es muy común en las mujeres del litoral ecuatoriano, da cuenta de la renuncia a la individualidad femenina y valida además la entrega total al varón en la primera relación sexual. Al mismo tiempo, el complemento declarativo “él me hizo mujer” asigna al hombre el papel de transformador (¿o creador?) de la mujer, ya que, a partir de la primera penetración, él la “hace” mujer, poder absurdo arrogado por la cultura patriarcal, que se ejerce a través del sexo y se enmascara con el amor romántico para hacerlo moral.
Existe una carga de dominación masculina y por lo tanto de violencia, que debemos reconocer y divulgar, que está hábilmente disimulada en la fórmula amor=sexo que nos dijeron es indisoluble e irrevocable, argumentando que las prácticas sexuales si no están bendecidas por el amor son repudiables por pecaminosas o inmorales. Ahora, es innegable que, para sustanciar las vivencias sexuales y amorosas que se las presenta como un todo, desde la remota antigüedad se ha implantado una doble moral: limitante para la mujer, permisiva con el hombre. Este doble estándar, alimentado sobre todo por las ideas religiosas es la repudiable muestra de la falta de igualdad entre mujeres y hombres.
Por la mitología sabemos, que la pretensión de emparejamiento amoroso que estaba condicionada por la belleza de ellas y las fortalezas de ellos, pretendidas/pretendientes entraban en un juego que algunas ocasiones derivó a pruebas increíbles con resultados trágicos. La pretendida (amada) ostentaba el poder de su belleza, más importante que las que la riqueza o la fuerza del pretendiente, e imponía las condiciones pasando los límites de la humillación del pretendiente (amante) esclavizándolo y transformándolo en un juguete. En el medioevo, en el contexto del amor cortés, permanecen las pruebas de amor bajo el sigilo por obvias razones, el amante se humilla y calla, pero es un sufrimiento gozoso. Hoy día, la secularización de la sociedad y la apertura del pensamiento, facilitan la relación de pretendida y pretendiente que llegan pronto a consolidarse en pareja ya sin pruebas físicas extenuantes, pero, ante el conflicto amoroso que pone en zozobra la relación, hace que se activen las pruebas del amor.
La básica, la más injusta es la obligada aquiescencia sexual de la mujer ante el “inaplazable” impulso sexual del hombre, que si no obtiene su placer la abandonará. La mujer enamorada y angustiada ante la posibilidad de perderlo, se transforma de pretendida en pretendiente, de sujeto de derecho y dignidad a objeto de abuso. En la inicial prueba de amor el mandato de castidad que se exige a la mujer, queda derogado para la complacencia del varón y como ofrenda carnal en el altar de un solo hombre.
Queda instalado el dispositivo relacional que viabiliza la dinámica tensión-entrega sexual-paz, que se encuentra también presente a lo largo de los años en las repetitivas peleas de pareja que se zanjan en la cama y traen concordia porque el varón reafirma su poder y la mujer cumple la expectativa de que su sacrificio y sutileza garantizan la continuidad de la pareja (y por ende la familia). La mujer, aprende a racionalizar su condescendencia y hasta encontrará orgullo por su sacrificio. En la misma lógica sacrificial, la mujer dispone de un amplio repertorio de ofrendas, no producidas desde su deseo sino desde la potencia del patriarcado. Así, la mujer sabe desde niña que su vida está supeditada a un hombre y su bienestar depende de cómo sepa retribuir y complacerlo.
El amor del padre se agradece siendo “buena hija”, “una joven de casa” y las que no se han ofrendado de esta manera han sentido si no la ira del padre, por menos los signos de su malestar.
Es muy común que en los noviazgos que atraviesan crisis de celos la mujer opte por presentar como ofrenda de su amor un verdadero vaciado de su intimidad haciendo revelaciones de sus experiencias para que el hombre tenga total certeza de su transparencia. Ella angustiada, está proclive a contar sus antecedentes amorosos y sexuales a cambio de promesas masculinas sin estar consciente de que no está asegurando el amor sino abasteciendo de armas a un varón inseguro, quien más tarde usará estas memorias como argumentos de la falta de virtud de ella, siendo un pasado ajeno que irracionalmente inquieta al hombre. Posteriormente, las tensiones de la pareja formalizada por lo general se alivian con las revocatorias de la mujer, ella cede y todo fluye armónico. La mujer ofrenda su libertad, sus sueños, aspiraciones para sacar adelante la pareja, la familia y al final, dependiendo de cada una, siempre estará rondando la inquietud de que si todo lo colocado en el altar de amor, valió la pena.