Tras el eco metálico de la cerradura inexorable, se vuelve y mira durante unos segundos la puerta que acaba de cerrar para siempre, entorna los ojos y empieza a ver a través del panel de madera, con una extraña nitidez, desprovista de emociones, el piso de relucientes tablones oscuros y las paredes donde el ocre, las variaciones de verde creaban el fugaz laberinto que les daba la bienvenida.
Se miró instalándose, contento en el nuevo departamento. Es grande, de sólida estructura, suficiente, nos alcanzará para siempre ser felices coincidían los comentarios; en este lugar pondrían fin a las permanencias breves en sitios pasajeros, búsquedas que en algún momento las sentía estimulante, se trasformaron en un peso incierto, dando paso a la creciente urgencia del es ya tiempo de invertir en algo definitivo, donde quepan todos los muebles y enseres que habían ido adquiriendo a lo largo de los años.
Se sucedían festivos los días en que el sol entraba a raudales iluminando hasta el mínimo resquicio y una leve brisa, cálidamente se encargaba de sacar el posible aire denso que brotaba de las maneras cuando no sincronizaban con los tácitos acuerdos de los días inaugurales.
Sin notar desde cuándo, el espiral del desbordamiento apareció, al mirar que los muebles y demás enseres que atesoraba por el esfuerzo que le costó adquirirlos, ya no eran funcionales entre esas paredes, algunos estaban estropeados con la armazón frágil, ya no brindaba seguridad, aunque el diseño era vistoso, su imagen era deplorable, la tapicería quemada con colillas, manchada y con algunos rasgados.
Esparcidas por doquier las prendas deslucidas y ajadas, que ya dejaron de ser la imagen idealizada; se exhibían en despreciable desorden en la mesa y los sillones; los libros de compartir en el que se conseguía extraer y disfrutar las frases que vestían la seductora inteligencia, se trasformaron en conocidos malabarismos verbales carentes de sorpresa, pedantes por el vacío de contenido.
En un rincón del dormitorio, el pequeño librero que acoge con esfuerzo fotos, efectos personales, juegos y estrategias de mentiras/verdades, de las que se suele recurrir con premura; en el pasillo las culpas, envueltas en varias cajas invisibles con rigidez a desparramarse. Caducada ha quedado la música compartida, la cama y el desayunador donde la intimidad y el juego romántico eran el centro de gravedad para volver anhelante dejando en la calle cualquier vana insinuación.
Los guiones más cercanos concurren en las mañanas con los portazos a la espalda para un buen día de trabajo, el rutinario respirar hondo antes de girar la llave en la cerradura con desgano y mal humor, al lanzar el saludo impersonal; la tarde a tarde sin razón del recibidor y las noches en la que la tele brilla en cada habitación con las camas que, crujiendo por separado, atiborran la incertidumbre en el sueño.
“Sísifo del amor” errante por la ciudad con el sabor amargo otra vez en la eterna condena de la mudanza como un primer paso de adaptación emocional a los nuevos escenarios, busca en los anuncios clasificados o la Internet, averiguar precios, condiciones y contratar; recurrente en la perfección de embalar muebles y otros objetos personales para que las piezas más frágiles no se quiebren o desportillen al salir de la casa para siempre, deja fijadas en la puerta del refrigerador las facturas pendientes de los medidores de los esfuerzos y compromisos que al final no resultaron puros. El tintinear del llavero en el mesón de granito de la cocina es la nota última que resonará entre las paredes del desierto lugar.
Dejó de mirar a través de la puerta cerrada, respiró profundo, se sacudió las últimas briznas de miedo pegadas durante la tarea de empacar, sin prisa se echó a andar reconectándose con la vida, ilusionado por volver a comenzar…