El suicidio siempre será inquietante, no solo por ser factum policial, periodístico, literario, filosófico en general, sino por los significados sociales y el relato que estas muertes por mano propia suscitan. Entre el repudio y el asombro, nos movemos escudriñando una historia de final insólito con una trama escabrosa y, por cierto, oculta. Alguien dijo que cuando miramos al precipicio, este nos invita a saltar. ¿qué nos suscita observar esas historias de personas fallidas? ¿alertas centellantes en nuestro camino? ¿desaliento? ¿Qué eficacia tiene el instinto de conservación de la vida de uno, que no tuvo en la de otros?
La muerte es parte de la naturaleza y al parecer, solo es un paso hacia otra dimensión natural del cosmos incognoscible, pero cada suceso natural tiene su momento exacto. Por fuerza no podemos adelantar la puesta de sol en nuestra ventana, ni a ruego la crisálida deja volar a la mariposa. Las personas hemos aprendido a dominar ocasionalmente, a la naturaleza en favor del bienestar, pero cesar la vida propia tiene otras dimensiones psicológicas que desembocarían en la ausencia de un sentido para la vida.
El shock cultural que atravesamos estos días, con la cruda certeza de nuestra fragilidad y finitud, propone una vez más reflexionar en el sentido que cada uno debe dar a su vida, ardua tarea, pero para pocos convocados, para una elite que tiene que viajar hacia su interior oscuro, reconocer el sitio, encontrar los materiales ígneos y volver con ellos a la luz del día para trazar las líneas maestras de su razón para vivir. Nadie tiene que aceptar para sí un sentido de vida impuesto por otros, pero tampoco sería prudente la necedad de desperdiciar sin más, la voz de los padres, del maestro, del terapeuta, del que en ti hace real el amor por el prójimo.
Solo te puedo decir gracias, por ser luz en nuestra oscuridad